domingo, 8 de marzo de 2020

Iveth Luna Flores: una crack disfrazada de poeta



A Iveth Luna Flores la descubrí por culpa de Ángel Ortuño, el nuevo aliade de la poesía mexicana: compartió un enlace a sus poemas en su muro de FaceBook, y me enganché. Los textos breves (numerados) llenaban el ambiente de un aire a nostalgia cotidiana (un poco rancia) hasta que llegué a la primera revelación confesional:

En la preparatoria batallaba mucho para poner atención a las clases, mientras el profesor explicaba, yo escribía intentos de poemas en mi libreta. El chavo que se sentaba atrás de mí siempre me espiaba. Un día me pidió hacerle el favor de escribir un poema para su novia. Me indigné, dije que no, que cómo, si mis poemas salían de mi inspiración. Me ofreció 30 pesos. Quedamos en que se lo traería al día siguiente.

Reí. Sin duda, la poeta necesitaba el dinero. Seguí leyendo.

Un maestro de la facultad nos dijo que un poeta debe estar alerta a los “hallazgos poéticos”. 24 horas antes de que me avisaran que había ganado una buena cantidad de dinero por haber escrito unos poemas, yo contaba solo con 50 centavos y debía casi un año de renta. Estaba desesperada en el patio de mi apartamento aplastando latas vacías de cerveza para ir a venderlas al señor que compraba aluminio.

Me puse serio. Yo también recolectaba latas de alumnio para venderlas por kilo.

Tiempo después escribí:

Días de tallar
mis calzones en la regadera.
Días de frijoles y tortillas viejas.
Días de disfrazar
la pobreza con bolsas de basura negra.
Vaciar, saltar, aplastar.
14 pesos por el kilo de latas.
10 kilos, amor, y ya teníamos
atún y cerveza en la mesa.

Me deleité. Había leído varias mujeres poetas, y había leído poesía confesional: desde Virgina Wolf, pasando por Anne Sexton, Alejandra Pizarnik y Margo Glantz, hasta Cecilia Juárez. Pero, de entre ellas, nunca había leído a alguien que abordara de esa manera la pobreza: no como una maldición (un caer en desgracia) sino como una condición completamente natural (completamente cotidiana).

En 1997, papá era obrero y hacía turnos dobles en una fábrica de Apodaca para pagar la casa de INFONAVIT en la que vivíamos. Mamá horneaba pays de queso y empanadas de cajeta y piña. Durante las tardes salía a venderlas, las llevaba en una vasija cubierta con una servilleta de tela. Gritaba casa por casa: ¡Compra pay de queso! Señora, ¿no compra pay de queso?

[...]

Pedir fiado era una de las cosas que más me avergonzaba de chiquilla. Me angustiaba ir a la tienda con el cartoncito repleto de números, ya sin espacio para anotar más. Un medio kilo de huevo, un litro de leche Lala, un Kool-Aid y medio kilo de azúcar. Me los anota, por favor, don Pipe. Se los voy a anotar, Lilí, pero dile a tu mamá que sólo le voy a fiar hasta el viernes, tiene que liquidar primero este cartón.

Revisé su ficha autoral y volví a sonreir: "Iveth Luna Flores (Nuevo León, 1988). Estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Nuevo León." De nuevo, el Norte. Pero no el Norte que tratan de vender los medios de comunicación y el Tecnológico de Monterrey, sino ese Norte pobre, más pobre quizás que el Sur o el Centro de México, precisamente porque la pobreza convive cotidianamente con la infinita opulencia:


Desde mi locus interno, sabía perfectamente que ese tipo de pobreza traería otros problemas (y así fue): violencia doméstica, deserción escolar, pandillerismo, embarazo adolescente: la receta perfecta para la marginación social (y para perpetuar asimismo el ciclo de la pobreza).

A diferencia de su amiga Mary (mamá a los 13 años), Iveth logra entrar a Prepa 1, y, por fin, vislumbra un futuro medianamente digno: entrar a la universidad, huir de casa, irse a vivir con su pareja. De esa manera, la poeta lo confiesa:

A los 21 años volví a huir, luego de aceptar que no importaba si lo deseaba con mucha fuerza: papá no iba a amanecer muerto por una congestión alcohólica ni nada ni nadie iba a convencer a mi madre de divorciarse de él.

Me fui triunfante. ¡Ahí se ven, pendejos! El respeto me lo había arrancado con una navaja con la que me cortaba, asfixié al respeto con un cable amarrado al cuello, me bebí al respeto mezclado con una caja de medicamentos que me dejó [tirada] en un manicomio.

La poeta, por fin, entra en la locura, tema central de su primer libro Comunidad terapéutica (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2016), ganador del Premio Nacional de Poesía Joven "Francisco Cervantes Vidal".



A esas alturas, comencé a googlear más sobre su trabajo, pero no fue sino hasta que me topé con el video de arriba cuando me decidí por adquirir su libro:



Lo que encontré entre sus páginas no se compara con nada de lo que hubiera leído de ella en Internet: no sólo la locura sino el dolor: el dolor de saberse mujer, vulnerada, vejada, desprotegida:

Quiero vivirlo todo
todo quiero vivir
menos la verga
atorada en mi garganta
la náusea
la suciedad
de vivirlo todo
menos el secuestro
venderme
en una calle de Chihuahua
o de EUA

[...]

Una chica llamada Gloria desapareció
el año pasado en Nuevo León.
Tiene un tatuaje en la muñeca izquierda
que dice: My life
otro en la derecha: My luck.
Una flor y un diamante para mostrar
que su vida brillaba y florecía.

[...]

Imagino a su papá a mitad de la noche
despertando de una pesadilla
donde su hija es penetrada por un hombre
que le apunta al pecho y dice:
Voy a deformar todos tus tatuajes, hermosa nenita.

Brutalidad feminicida a consecuencia de aquella pobreza, de la marginalidad social, de aquellos arrebatos de locura, donde las mujeres jóvenes son la carne de cañón en una guerra declarada, practicamente, desde su nacimiento:

Mi estúpido tatuaje, piensas,
es haber nacido mujer...
soy un gorrión completamente jodido
soy un puto gorrión pagando por tener alas
.



Al adentrarse en el libro de Iveth Luna, aparecen (de nuevo) las confesiones: pero, esta vez, no de pobreza; sino de las deficiencias en la transmición psicogenética:

Algunas heredamos el color de la noche
en el cabello
la sombra imponente de quien fue
nuestro padre
el llanto al final de la habitación
donde mamá sollozaba
por la ausencia
de su propia madre.

Algunos heredamos el rostro del sueño
un lugar en el contorno de la oreja
izquierda,
el sonido de la risa
cuando estaba alcoholizado el abuelo.

Pero otras
heredamos el deseo
de golpear la cabeza contra la pared
nacimos con una navaja entre los labios
para pronunciar
palabras que desgarran.

Otras, quiero decir, algunas
heredamos un pincel
para pintar la depresión
de nuestra familia.

Cuando quiero decir otras
en realidad quiero decir
yo.

Poco a poco, la escritura de Iveth Flores se vuelve más intimista, y se convierte en la vía para sanar, para nombrar el dolor, para recuperar la rabia de vivir en una sociedad machista que cosifica a las mujeres:

Mi asco fortalece la náusea
de los hombres del norte.

Polvo femenino
que pavimenta las calles
donde crecerán las flores
sin maquillaje.

Distante
dolor disperso
un parto enmedio del tráfico
no significa nada.

Voy a roer tu corazón
y tan pronto como nazca
esa niña
le pondremos senos
y uñas postizas.

Así, la poeta nos presenta imágenes nunca antes vistas: cuchillos manchados con hormonas femeninas, abortos de niños que venían de pie con el pene erecto, tampones usados que obstruyen la tubería... De leerla, me dan ganas de escribir.

"El mundo pertenece a los rabiosos", determina, y es cierto. La rabia de no ser quien nos habían prometido. La rabia de no ser quienes queríamos ser.

Tal como esta crack concluye en otro poema:

En el tráfico de órganos
lo más rentable es la piel.

Saludos.

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