Hasta entonces no había conocido a un hombre que odiara a las mujeres.
Sylvia Plath.
A mi padre no le gustaban las mujeres. Las odiaba. Sorprende
ver a cuántos hombres que, como él, las buscan, las persiguen,
las alcanzan, no les gustan realmente las mujeres.
A él, hasta nuestro olor le resultaba tóxico
como el que desprende un carbón
al apagarse, un humo
asfixiante, un veneno, lo decía
a veces, nos trataba
peor que a esclavas. Aunque en un día bueno
nos otorgaba su dispensa, como otorgan su dispensa
los reyes, con un gesto desdeñoso de la mano.
No merecíamos en ese momento
ni siquiera el esfuerzo del insulto, tenía en la cara
su máscara más frecuente, una sonrisa
de burla y de tristeza
por lo inútiles que éramos.
Crecí preguntándome
por qué ató su vida a un objeto
claramente inferior, inventé teorías
para comprenderlo, no quería
devolver odio por odio, injuria por injuria:
era a causa de su madre, sí, eso explicaba todo,
la crueldad de ella, era su infancia, eso
disculpaba su incapacidad para entender
lo diferente, era
su dolor y entonces
no se podía juzgar, no se podía
más que tener miedo por haber nacido
del lado equivocado de las cosas,
el lado en el que todo era desvío
y confusión, lejos, tan lejos
de la claridad de mente de un hombre,
cualquier hombre, de su belleza física,
también lo decía a veces, los hombres
tienen un cuerpo firme, no como esa esponja,
esa ameba que es el cuerpo
de las mujeres. Cuando hoy te amo a vos
estoy haciendo algo que él no entendería
jamás: teniendo el privilegio y el permiso,
el beneplácito del mundo
para elegir lo superior, me quedo
con una mujer como yo, me quedo
en el barro, en el curioso, insignificante reino
de los insectos, pudiendo alzarme al sol,
pudiendo hacer lo que él no hizo: hacer real
su deseo, tangible como una mesa o una piedra.
No estoy vengándome ni hay ningún
mérito en esto, estoy cumpliendo
conmigo y lo que quiero, ya vi,
ya sentí en el propio cuerpo
los efectos de no elegir amar lo que se ama,
no ir hacia ello. La peste
que se desata entonces hace daño
por varias generaciones, se mantiene
como el moho en el tallo de una planta
o la humedad en las paredes, imposible quitarlo
por completo y para siempre. Todavía
hay días en que temo su represalia, en esos días
te abrazo a vos como si fueras a irte de repente,
vos no sabés, no podés saberlo,
que te estoy salvando de él,
que todavía está conmigo, sombra
de mi sombra, oscuridad plena
y tremenda, que estoy
cuidándote de sus palabras, como si pudiera
cuidarme a mí misma de chica, taparme los oídos
y los ojos para no ver más que tu belleza
y la mía cuando estamos juntas, una forma
de la justicia que no hemos buscado,
que nos encontró a nosotras y por eso
no te hablo de él, no te cuento
que está demasiado presente,
mirándome del otro lado de la cerca
de la muerte, no, te hablo más bien de la perra
que teníamos en mi casa de entonces,
castigada hasta el cansancio, el lomo
harto de recibir patadas y sin embargo
insumisa de cachorra y de vieja, cada tanto
mostrándole a mi padre los dientes, no lo atacaba,
ni lo mordía, yo creo
que le hacía saber, a su manera, acerca
de la resistencia que tenemos
las que fuimos alimentadas del desprecio
y lo hemos rechazado con cada fibra
del cuerpo y lo hemos
transformado primero en rabia,
después en un amor
como el que te tengo, inmune
a la enfermedad que en lugar
de contagiarnos nos dio el antídoto,
la fuerza.
Bello y trágico
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