Nota original de The New York Times:
Hillary Clinton simboliza los años noventa, un decenio dominado por los dos mandatos de su marido, por la gran violencia de los ataques del ala derecha de los republicanos contra los dos esposos y, en términos más generales, por las guerras culturales en torno de las cuestiones planteadas por la conmoción de los años sesenta (liberación sexual, feminismo, lugar de las minorías, discriminación positiva, patriotismo, etcétera). En ese sentido, ella sigue estando en el mundo de George W. Bush, aunque como el otro platillo de la balanza. Barack Obama, por su edad y su invitación a rebasar las viejas separaciones, ofrece la posibilidad de trascender esas cuestiones. "Adiós a todo eso", resumió el comentarista Andrew Sullivan.
Pero es sobre todo la página del gobierno de Bush a la que Obama permite darle la vuelta, tanto política como simbólicamente. Para ciertos sectores de estadounidenses, Bush reina como un malestar difuso y en ocasiones inconsciente después de siete años de "guerra contra el terror". El recurso de la tortura, los procedimientos extrajudiciales y la violación del derecho de amparo, la afirmación de una presidencia imperial: nada de esto se parece a la imagen de su país ideal. Barack Obama, por su parte, se ofrece como un agente de redención, como el muy religioso y en gran medida desconocido Jimmy Carter se ofreció en 1976 para restablecer el capital moral de Estados Unidos, después de la guerra de Vietnam y el escándalo de Watergate.
En el plano exterior, el gobierno de Bush encarna el nacionalismo, el unilateralismo y la arrogancia. Obama, nacido de un padre keniano y habiendo vivido en Indonesia en su juventud, encarna el internacionalismo, el diálogo, el mestizaje. No es sorprendente que sea el candidato preferido en el resto del mundo: una señal subliminal que no resulta insubstancial en los Estados Unidos de Bush.
Pero es en el plano interno donde pesa más el factor racial. El periodo de Bush quedará anclado en las imágenes de los refugiados negros pobres de Nueva Orléans, atrapados en el Superdome después del huracán Katrina, en 2005. La elección del primer presidente negro, por el contrario, permitiría renovar los lazos con los momentos históricos de la abolición de la esclavitud y la lucha por los derechos civiles, reconstituir instantáneamente el capital moral dilapidado por George W. Bush, cambiar radicalmente el rostro que le ofrece Estados Unidos al mundo. Ninguna de estas proezas simbólicas sería igualada por la elección de la primera mujer a la Casa Blanca.
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