El año pasado, comencé a leer a Iván Rojo por culpa de Ángel Ortuño. Leí sus poemas en FaceBook. Me encantó. Sus escritos hablaban de realidades tan diferentes a la mía, pero al mismo tiempo, tenían una fuerza emocional tal que me hacían sentir como si yo estuvierá allí. Todas las vacaciones de invierno, me la pasé leyéndolo y releyéndolo (y postergando otro tipo de lecturas). Ahora, un poco antes de regresar a la rutina, comparto con ustedes esos poemas, no sin antes, declararme fan de este escritor.
EL CICLO COMPLETO DE LA DEMENCIA
Hay un habitual del bar que está en las últimas, basta con mirarle a los ojos para saberlo.
Se pasa las mañanas solo sentado en la terraza, bebiendo al sol zumo tras zumo de melocotón.
Pone el móvil sobre la mesa y le da al reproductor. Escucha música disco de los noventa.
Escucha a Dr. Alban, escucha a Ace of Base, escucha a 2 Unlimited.
Dios, escucha a Technotronic.
Seguro que más de una noche nos vimos por ahí, en las discotecas que ya no existen.
Discotecas en las que el cáncer resultaba inconcebible. Discotecas en las que la soledad era cosa de otros.
Ojalá alguna de ellas se alce de entre sus ruinas para acoger a este hombre por toda la eternidad.
Ojalá en el momento final su alma viaje a alguno de aquellos lugares, donde la juventud vencía.
Ojalá las luces estroboscópicas bañen dulcemente su cabeza pelada, por última vez y para siempre.
CAMPO DE BATALLA A LAS PUERTAS DE MI MENTE
Ya lo estoy viendo.
Se llamará Iván Rojo Junior, y será la punta de lanza de mi estirpe.
Será como un Ferrari, un Ferrari último modelo. El dios de todas las carreteras.
Será rápido y elegante.
Será una exhalación maravillosa rumbo a donde le dé la gana.
Será decidido y brillante.
Será mil veces mejor que yo.
Lo cual, en el fondo de todos los fondos, me joderá, hará hervir mi sangre.
Será orgulloso, como su padre.
En eso nos pareceremos.
HELICÓPTERO DE COMBATE LLAMANDO A BASE
Barrancos de España.
Barrancos con nombres impresionantes y misteriosos.
Barranco de Valfarta.
Barranco de Fuente Umper.
Barranco de los Judíos.
Nombres de otra época. Nombres bíblicos.
Nombres que deberían aparecer en el mismísimo Corán.
Barranco de Valhondo.
Barranco de Paliza.
Barranco de Tadeo.
Los atravieso mientras imagino explicaciones a su etimología.
Los sucesos impactantes que los bautizaron.
Barranco de Cabezo Gordo.
Barranco de Hurón.
Barranco de Mataburros.
Dios bendiga todos los puentes sobre los barrancos de este país.
Puentes de doscientos catorce metros. De quinientos. De trescientos setenta metros.
Trampolines de asfalto entre montañas sin nombre, sobre pueblos hundidos, bajo un sol implacable.
Barranco de la Covacha.
Barranco de Río Seco.
Barranco de Lechago.
Barranco de Navarrete.
Barranco de Magallán.
Me emociona superarlos a ciento cincuenta por hora.
Me emociona saltar sobre los abismos patrios.
Me emociona sentir mi pensamiento elevándose hacia el azul sobre la tierra abrasada.
EL SALTO DEL ÁNGEL
Conduje doscientos kilómetros por la A-4 detrás de un Renault Laguna negro, esplendoroso, con las lunas tintadas.
Me adelantó en los confines de Toledo y algo inefable me impulsó a seguirle el rastro. Tal vez fuera amor.
Cómo le pisaba ese hombre, esa mujer, quienquiera que estuviera al volante. Con toda el alma.
No levantaba el pie ni en los radares. No levantaba el pie ni en los bancos de niebla.
Volaba a ciento sesenta por hora bajo el cielo duro de la madugada. Y yo detrás. Aspirando su rebufo. Bebiendo ese derroche de energía.
Conduje algo más de una hora por el corazón de la España dormida, con la vista en sus luces rojas y otra vez Silverchair a todo trapo.
Lo juro: ese Laguna es lo más parecido a Dios que nadie pueda haber visto.
Era poderoso. Era hermoso. Era elegante en las rectas y audaz en las curvas. Era visible y audible. Era decidido. Era valiente. Era terrible.
Era algo en lo que merecía la pena creer.
Y ahí estaba, cincuenta metros por delante de mí, abriéndome el camino, guiándome a través de lo oscuro.
Habría seguido su estela hasta el fin del mundo. Pero se desvió de repente en Santa Cruz de Las Zarzas. A traición.
Me abandonó a mi suerte en mitad de Castilla. Me abandonó en mitad de la noche. Me abandonó, él también.
No me he sentido tan solo en la vida, lo confieso. Ni tan libre.
EL MEJOR PERSONAJE DEL SIGLO
Volví el 26.
Volví a mi café en el bar España.
La china de la barra seguía con el gorro rojo, al pie del cañón.
Me pareció un gesto admirable; denotaba constancia y fiabilidad, o eso quise pensar.
Así que, en reconocimiento, le deseé tardíamente una feliz navidad.
Entonces me lo dijo.
Me dijo:
Bueno, muy feliz no.
Dijo:
Se ha muerto Alfredo,
y se me quedó mirando a la espera de mi reacción.
No sé quién es, quién era Alfredo,
le informé.
Y ella me replicó que claro que sí, que lo sabía perfectamente.
El hombre que se sentaba ahí para ver fútbol,
me explicó señalando una mesa;
el que era del Levante.
Entonces caí en la cuenta.
No me jodas,
creo que dije.
Y ella:
Pues sí. Nochebuena. Muerto.
Lo sentí.
Lo sentí de verdad.
Me caía bien ese hombre.
Apenas lo conocía pero me caía realmente bien, no sé por qué.
Pero si hablé con él hace solo unos días,
comenté estúpidamente, como si ese hecho debiera constituir un seguro de vida.
Cáncer de pulmón,
dijo la china con su hablar tajante.
Pero si me contó que en navidades se iba a Ibiza,
seguí en mi línea obtusa.
Y ella otra vez:
Cáncer pulmón.
Y yo:
Hostia puta.
Y la china me dijo:
Espera,
y me acercó un periódico y me dijo:
Mira.
Era la esquela.
La esquela de Alfredo.
Y la leí, la leí con atención y respeto.
La leí como me gustaría que la gente leyera lo que escribo: con los quince sentidos.
Y leyendo supe lo poco sabía de él.
Lo poco que sabía de ti, Alfredo.
Ni siquiera sabía que te llamabas Alfredo, ya lo he dicho.
No sabía que te apellidabas Martí Costa.
No sabía que tenías 62 años.
No sabía que tenías dos hijos, Nuria y Andrés, y una difunta esposa.
No sabía, atención, que eras detective.
Detective privado, dios santo, ¿cómo no me lo dijiste, Alfredo?
Me lo tenías que haber contado cuando coincidíamos fumando en la puerta del España.
En lugar de hablar de la liga, ojalá me hubieras contado los casos que resolviste.
En lugar de hablar del tiempo ojalá me hubieras contado los casos que no resolviste.
Alfredo, deberías volver de entre los muertos solo para contármelo todo.
Yo te habría escuchado.
Habría sido tu biógrafo.
Habría elevado tu vida a la enésima potencia.
Debiste decirme por qué te ibas a Ibiza.
¿Lo hacías todas las navidades o es que fuiste allí a morir?
Ahora me pregunto si llegaste a ir o si no lo conseguiste.
Ya nunca lo sabré, así que me lo invento.
Moriste en Ibiza, Alfredo, y fue rápido e indoloro.
La diñaste bien peinado y perfumado paseando por una cala blanca.
Te quedaste tieso en el spa de un NH, en albornoz, después de recibir un masaje profesional.
Estiraste la pata en la tumbona de alguna terraza pija, viendo el gran amanecer rodeado de rubias.
Algo así.
Alfredo, recorté tu esquela, la llevo en la cartera.
Cada minuto que pasa falta un minuto menos para que te olvide para siempre.
Quiero tener una prueba de que exististe.
Estoy harto de la literatura.
POSTRE Y CAFÉ
Se ha muerto Juan Cubillos.
Hace unos días le explotó algo en el cerebro, mientras dormía.
Me lo dice mi madre por teléfono, como una anécdota,
como si no tuviera importancia,
como si fuera lo más normal del mundo.
Y lo es.
Pero me entero de que se ha muerto Juan Cubillos,
y durante un instante me tiemblan las piernas.
Llevaba treinta años sin pensar en él,
y de golpe recuerdo con todo detalle a aquel amigo de mis padres.
Sus gafas de cristal amarillento,
su bigote,
el llavero de Renault asomándole del bolsillo.
Lo recuerdo con mi padre bebiendo Málaga virgen en el bar La Rana,
hablando de su trabajo, hablando de los astilleros,
preocupados porque iban a cerrar. Pero riendo.
Recuerdo cómo brillaba el licor al sol de los ochenta.
Como oro y sangre.
Me moría por probar aquel mejunje.
Me parecía la bebida de los dioses.
Los dioses sin templo.
Los dioses sin cielo, ahora lo sé.
Los dioses sin fieles. Salvo este.
EL VALS DE LOS DÍAS INFINITOS
Fui a que me radiografiaran la cabeza.
Me senté en la sala de espera, frente a unas puertas numeradas del 1 al 15,
atento a que mi nombre brotara hermosamente del sistema de megafonía.
Siempre he estado orgulloso de mi nombre.
Es nombre de delantero del Oviedo, por ejemplo.
Nombre de boxeador mexicano, de alunicero, de director de cine.
Diez minutos después el aire dijo:
Iván Rojo, Cabina 6.
Y lo repitió:
Iván Rojo, Cabina 6.
Me levanté y fui hacia allí.
Cuando me disponía a abrir la puerta alguien apareció a mi lado y me dijo:
Disculpe, pero me han llamado a mí.
Era un chaval de unos veinte y aspecto afable.
Le repliqué que no, que el altavoz había dicho claramente Iván Rojo.
Así me llamo,
me informó el chaval, y me enseñó su tarjeta SIP.
Le eché un vistazo, desconcertado.
Efectivamente: se llamaba como yo.
Aquello me incomodó, hizo temblar mi individualidad, hirió mi orgullo.
Llamé a una mujer con bata blanca que pasaba por ahí.
Le transmití el problema.
La mujer consultó los papeles que portaba en una carpeta,
y resolvió con firmeza que el chaval debía entrar antes que yo.
Volví a sentarme y empecé a darle al tarro.
Dios, acababa de conocer a otro Iván Rojo.
Un Iván Rojo alto, bien formado e insultantemente joven.
Un Iván Rojo que con toda probabilidad vería el próximo paso del cometa Halley.
Un Iván Rojo que bien podría ser mi hijo.
Un Iván Rojo que quizá llegara a ser presidente del gobierno o premio Nobel de Literatura.
Un Iván Rojo que como mucho tendría un esguince en el tobillo.
Un Iván Rojo que tenía toda la vida por delante y ningún problema en el cerebro.
Y, sin embargo, era yo el que tenía que esperar, seguir esperando.
Respiré hondo.
Repetí en silencio mi mantra secreto, fui calmándome.
Al poco la cabina 6 se abrió y salió mi tocayo.
Me buscó con la mirada y me sonrió brevemente sin malicia.
Con un último esfuerzo pacificador de mi alma, logré devolverle el gesto.
Tal vez aquel chaval, aquel hombre del futuro, se llamara Iván Rojo.
Pero no lo era.
No lo era y nunca lo sería.
Iván Rojo es y siempre será el hijo de mi madre.
El hijo de todas las madres.
EL GITANISMO EN HAROLD BLOOM
Se me apareció Dios a pleno sol. En la sierra. Entre unas zarzas. En una rave. Y me habló.
Se subió los pantalones y me habló como si llevara toda la vida esperándome.
No le escuché muy bien por culpa de la música, etcétera. Solo distinguí su acento eslavo.
Llevaba las melenas sucias y una mochila quechua. No era hermoso. No era imponente.
Era exactamente como siempre había imaginado a Dios. Un tipo desorientado y aburrido.
Se le veía capaz de matar a cualquiera por hacer algo, por veinte pavos.
Se me acercó. Quiso amarme allí mismo, en la furtividad del sotobosque.
Lo aparté de mi lado. Se dio con una piedra en la cabeza. Hizo un ruido impresionante.
Me quedé junto a él un buen rato observando su sueño. Los mosquitos se nos comían.
La central nuclear de Cofrentes humeaba con solvencia a lo lejos al ritmo de la tralla.
Era como verme en un espejo. Fue como verme en un espejo por primera vez.
Saludos.
Gracias por la antología.
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