Desde La rama dorada de James George Frazer:
El motivo de las restricciones con tanta frecuencia impuestas a las jóvenes al llegar a la pubertad es el temor profundamente inculcado que por la sangre menstrual abrigan casi todos los pueblos primitivos. La temen en todo tiempo, pero especialmente en su primera aparición.
Entre los negros de Loango las muchachas en su pubescer son confinadas en chozas apartadas y no pueden tocar el suelo con ninguna parte de su cuerpo que esté desnuda. Entre los zulúes y tribus afines del África del Sur, cuando se muestran los primeros signos de pubertad, "la muchacha que camina, recoge leña o trabaja en el campo, correrá al río para ocultarse entre las cañas durante el día a fin de no ser vista por los hombres. Cubrirá su cabeza cuidadosamente con su manta para que no la dé el sol y se convierta en un marchito esqueleto, como resultaría de exponerse a sus rayos. Después de obscurecer, retornará a casa y se recluirá en una choza por algún tiempo". En la tribu Awa-nkonde, del término septentrional del lago Nyassa, es regla que después de la primera menstruación una muchacha debe quedar apartada con algunas de sus compañeras en una casa cerrada y obscura. El suelo se cubre de hojas de plátano secas y ningún fuego podrá alumbrar la casa, a la que llaman "la casa de las Awasungu" o sea "de las doncellas que no tienen corazón".
En Nueva Irlanda [Papua Nueva Guinea], las muchachas son confinadas durante cuatro o cinco años en pequeñas jaulas que tienen en la obscuridad y no las permiten poner los pies en el suelo. La costumbre ha sido descrita así por un testigo presencial: "Oí de un maestro acerca de la costumbre extraña relacionada con algunas de las jóvenes de aquí, así que he pedido al jefe que me llevase a la casa donde están. La casa era de unos ocho metros de larga y situada dentro de un cercado de cañas y bambúes, teniendo atravesado en la entrada y colgando un haz de yerba para indicar que era absolutamente 'tabú'. Dentro de la casa había tres estructuras cónicas de dos metros y medio de altas y de unos cuatro de diámetro en el suelo, y a poco más de un metro de altura iban disminuyendo progresivamente. Estas jaulas estaban hechas de las anchas hojas del árbol pándanos, cosidas tan juntas que nada de luz y poco o ningún aire podía entrar. En uno de los lados de estas jaulas había una abertura ocluida por una doble puerta de hojas trenzadas de cocotero y de pándanos. A cerca de un metro de tierra tenían una plataforma de bambúes que formaba el suelo de la jaula. En cada una de estas estructuras me dijeron que estaba confinada una jovencita, y que había de permanecer allí por lo menos cuatro o cinco años sin permitírsela salir fuera de la casa. [...] A las muchachas no se les permite salir más que una vez al día para bañarse en un barreño o tazón grande colocado cerca de cada jaula. Dicen que sudan profusamente. Están metidas en aquellas gayolas asfixiantes desde muy jóvenes y allí tienen que permanecer hasta que sean púberes, sacándolas entonces y dando una gran fiesta matrimonial para ellas. Una de las jovencitas tenía catorce o quince años y el jefe me dijo que llevaba allí cinco años, pero que pronto sería sacada. Las otras dos eran de ocho o diez años de edad y tenían que quedar allí varios años más".
En Kabadi, distrito de Nueva Guinea, "las hijas de los jefes, cuando están próximas a cumplir los doce o trece años de edad, son guardadas puertas adentro durante dos o tres años, no permitiéndolas bajo ningún pretexto descender de la casa y ésta está tan cerrada que el sol no puede penetrar". Entre los yabin y bukaua, dos tribus vecinas y emparentadas de la costa norte de Nueva Guinea, una muchacha en su pubertad es recluida por cinco o seis semanas en un sitio interior de la casa; como no puede sentarse en el suelo por temor de que su impureza lo maculase, coloca un tronco de madera sobre el que se acuclilla. Tampoco puede tocar el suelo con los pies y, por eso, se los envuelve en esterillas si tiene que dejar la casa por unos momentos, y anda sobre dos medias cáscaras de coco que sujeta a los pies por medio de bejucos, como si fueran zuecos.
Entre los danom de Borneo, las niñas de ocho a diez años son subidas a un cuartito o celda de la casa, quedando aisladas de toda relación con el mundo por un largo tiempo. La celda, como el resto de la casa, está elevada sobre el suelo por unos pilotes e iluminada por un solo ventanuco abierto hacia un sitio solitario, y de tal modo que la niña esté casi totalmente a obscuras. No puede dejar el cuartito con ningún pretexto ni aún para las necesidades más apremiantes. Nadie de su familia puede verla mientras permanece en su cubículo y sólo una esclava está destinada a su servicio. Durante su confinamiento solitario, que con frecuencia dura siete años, la muchacha se ocupa en tejer esterillas o en cualquier otro trabajo manual. Su cuerpo, por la prolongada falta de ejercicio, se desarrolla poco y cuando llega a la pubertad y sale del confinamiento su tez es pálida como la cera.
En Ceram, las muchachas púberes se aislaban en una choza oscura. En Yap, una de las islas Carolinas, si una muchacha se ve sorprendida por su primera menstruación en un camino público, no puede sentarse en el suelo, sino que debe pedir una cáscara de coco para ponérsela debajo. Durante varios días la habilitan, para vivir aislada de la casa de sus padres, una pequeña choza y después está obligada durante cien días a dormir en una de las casas especiales que se destinan al uso de las mujeres menstruantes.
En la isla de Mabuiag, en el Estrecho de Torres, cuando en una niña aparecen los signos de la pubertad, hacen en un rincón de la casa un círculo de ramaje. Allí, adornada con tahalíes, brazaletes y aros bajo las rodillas y tobilleras, llevando una corona en la cabeza y ornamentos de conchas en las orejas, en el pecho y en la espalda, se acuclilla en el centro del círculo de ramaje, que está apilado tan alto que sólo se la ve la cabeza. En este estado de reclusión debe quedar durante tres meses. En todo ese tiempo no le debe dar el sol y sólo por la noche la permiten deslizarse fuera de la choza, mientras renuevan el seto. No puede comer por sí misma ni tocar alimento alguno, dándole de comer una o dos ancianas, sus tías maternas, que están especialmente encargadas de su vigilancia. Una de estas mujeres cocina los alimentos para ella en un fuego especial en la selva. [...] Ningún hombre, ni aun su propio padre, puede entrar en la choza mientras dura su reclusión...
Entre los yaraikama, tribu de la península de Cabo York, en Queensland del Norte, se dice que una joven púber tiene que vivir sola un mes o seis semanas; ningún hombre puede verla, pero sí una mujer. Se guarece en una choza o refugio especialmente hecho para ella y sobre cuyo suelo permanece tendida de espaldas. No debe ver el sol y a su puesta cerrará los ojos hasta que se haya ocultado... En algunas tribus australianas suelen enterrar a las jóvenes en esos períodos más o menos profundamente en el suelo, quizá con objeto de ocultarlas a la luz solar.
Entre los indios de California, de una muchacha en su primera menstruación "se pensaba que estaba poseída de un grado particular de poder sobrenatural y éste no se consideraba siempre como enteramente corruptor o malévolo. Con frecuencia, sin embargo, había un fuerte sentimiento de poderío maligno inherente a su condición. Uno de los preceptos más rigurosos que debía observar era el de que no podía mirar a su alrededor; tenía que llevar la cabeza agachada y le estaba prohibido ver el mundo y el sol."
Entre los indios chinuk, que habitaban en la costa del Estado de Washington, cuando la hija de un jefe alcanzaba su pubertad, la ocultaban de la vista de las gentes por cinco días; no podía mirar a nadie, ni al cielo, ni coger bayas. Se creía que si llegaba a mirar al cielo, el tiempo sería malo, que si cogía bayas llovería y que cuando colgase su paño de corteza de cedro sobre un abeto, el árbol se secaría en seguida. Tenía que salir de casa por una puerta especial y bañarse en un arroyo lejos de la aldea. Ayunaba muchos días y en otros muchos no podía comer alimentos frescos.
Entre los indios aht o nutka de la isla de Vancouver, cuando las muchachas llegan a la pubertad son colocadas en una especie de galería de la casa "y rodeadas completamente con esterillas de modo que no puedan ver el sol ni fuego alguno. Allí permanecen varios días, y les dan agua, pero no alimento." [...] Durante su reclusión no puede moverse ni tumbarse; tiene que permanecer en cuclillas. [...] Hasta ocho meses después de alcanzar su madurez no podría comer ningún alimento fresco, particularmente salmón; además tiene que comer a solas y usar taza y plato especiales.
En la tribu Tsetsaut de la Columbia Británica, la joven que llega a la pubertad lleva un sombrero grande de piel que le cubre la cara y la oculta del sol. Se cree que si expusiera la cara al sol o hacia el cielo, llovería. El sombrero la protege también del fuego, que no debe reflejarse en su piel; se protegerá las manos con mitones. [...] Al cabo de los dos años, un hombre la despojará del sombrero y lo tirará lejos.
En la tribu Bilqula o Bella Cola de la Columbia Británica, cuando alcanza su pubertad una muchacha, debe permanecer en el sotechado que la sirve de dormitorio y donde tendrá un fogón individual. No se la permitirá descender a la parte principal de la casa ni sentarse ante el hogar con la familia. Por cuatro días está obligada a permanecer inmóvil en posición sedente. Ayunará durante el día pero la permiten un poco de alimento y bebida a la madrugada. Después de este retiro de cuatro días, puede salir de su cuarto, pero sólo pasando por una abertura hecha en el suelo, pues la casa está sobre estacas, y todavía no puede entrar en el cuarto principal. Cuando sale de la casa lleva un sombrero grande que protege su cara de los rayos del sol. Se cree que si el sol tocase su cara, enfermaría de los ojos. Puede recolectar bayas campestres en las lomas, pero no acercarse al río o al mar durante un año. Si comiera salmón fresco perdería el sentido o su boca se convertiría en un pico largo.
Entre los indios tlingit (thlinkeet) o indios kolosh de Alaska, cuando una joven mostraba signos de mujer se la confinaba en una choza pequeña o jaula completamente cerrada, salvo un pequeño agujero para el aire. En esta obscura e inmunda morada tenía que permanecer un año, sin fuego, ejercicio ni compañía. Sólo su madre y una pequeña esclava la proveían su manutención. La comida se la ponían en el ventanillo y tenía que beber sorbiendo por medio del hueso de un ala de águila de cabeza blanca. El tiempo de reclusión fue después reducido en algunos sitios a seis meses, tres y aun menos. Tenía que llevar una especie de capota con alas muy grandes para que su mirada no pudiera contaminar el cielo; se la creía indigna de tomar el sol e imaginaban que su mirada destruiría la suerte de un cazador, pescador o jugador, convirtiendo las cosas en piedras y otras maldades. Al final de su confinamiento, quemaban sus ropas usadas, le ponían otras nuevas y daban una fiesta, en la que por debajo de su labio inferior y paralelamente a la boca, le hacían un corte e insertaban un trozo de madera o concha para mantener la herida abierta. Entre los koniags, pueblo esquimal de Alaska, una muchacha en pubertad era colocada en una cabaña pequeña en la que tenía que permanecer en posición cuadrúpeda seis meses; después alargaban un poco la choza para permitirle desencorvar la espalda pero en esta postura tenía que permanecer seis meses más. Durante todo ese tiempo era considerada como un ser impuro con el que nadie podía tener relación.
Cuando los síntomas del primer catamenio aparecían en una muchacha de la tribu, los indios guaraníes del sur del Brasil, en las fronteras paraguayas, cosían su hamaca con ella dentro, de modo que sólo quedase una pequeña abertura para respirar. En esta condición, envuelta y amortajada como un cadáver, la tenían por dos o tres días, tanto tiempo como durasen los síntomas, durante el cual tenía que observar el ayuno más completo. Terminado esto, la entregaban a una matrona, que le cortaba el pelo y le ordenaba abstenerse de comer carne de ninguna clase hasta que su cabello hubiera crecido lo bastante para ocultar sus orejas. En circunstancias similares, los chiriguanos del sudeste de Bolivia alzaban hasta el techo a la jovencita dentro de su hamaca y allí la tenían un mes; en el segundo mes era bajada a medio camino del techo y en el tercero, unas viejas armadas de palos entraban en la choza y corrían pegando estacazos sobre todo lo que encontraban, diciendo que estaban cazando a la serpiente que había mordido a la jovencita.
Para los matacos o mataguayos, tribu india del Gran Chaco, la niña pubescente tiene que permanecer en reclusión por algún tiempo. Se tiende en un rincón de la cabaña, cubierta de ramaje u otras cosas, sin mirar ni hablar con nadie, y durante ese tiempo no puede comer carne ni pescado. Mientras tanto, un hombre toca un tambor frente a la casa. Entre los yuracares, tribu india de Bolivia oriental, cuando una joven percibe los signos de la pubertad su padre construye una choza pequeña de hojas de palma cerca de la casa. En esta choza encierra a su hija de modo que no pueda ver la luz y allí permanece cuatro días en ayuno riguroso.
Entre los macusis de la Guayana Británica, cuando una joven muestra los primeros signos de pubertad es colgada dentro de una hamaca en el sitio más alto de la cabaña. Los primeros días no abandonará la hamaca de día; pero puede bajar de noche, encender una lumbre y pasar la noche junto al fuego, pues de no hacerlo podría llenársele de granos la garganta, el cuello y otras partes del cuerpo. Mientras los síntomas se hallen en su punto álgido, ayunará rigurosamente. Cuando han disminuido, bajará de su hamaca y tomará como habitación un pequeño compartimento hecho para ello en el ángulo más obscuro de la cabaña. Por la mañana cocinará su comida pero deberá hacerlo en una lumbre separada y en una vajilla personal. Después de unos diez días llega el hechicero y desvirtúa el hechizo farfullando conjuros y balitando sobre ella y sobre todos los objetos valiosos que con ella han estado en contacto; los cacharros y vasijas que usó para beber y comer los rompe y entierra los fragmentos. Después de su primer baño, la muchacha debe dejarse apalear por su madre con varas sin emitir un grito. Al final del segundo período menstrual la apalea su madre por segunda y última vez. Ahora está "pura" y puede mezclarse con la gente. Otros pueblos de Guayana, después de tener a la joven en su hamaca en lo alto de la choza durante un mes, la someten a las mordeduras, muy dolorosas, de unas hormigas grandes. En ocasiones, además de ser mordida por las hormigas, la sufriente tiene que ayunar día y noche mientras permanezca izada dentro de la hamaca, así que cuando por fin la bajan está hecha un esqueleto.
Cuando una doncella hindú alcanza la madurez sexual, queda encerrada cuatro días en una habitación obscura y tiene prohibido ver el sol. Se la considera impura y nadie puede tocarla. Su dieta está restringida a arroz cocido, leche, azúcar, requesón y tamarindo sin sal. En la mañana del quinto día va a un estanque vecino acompañada por cinco mujeres casadas "cuyos maridos vivan". Untada de agua de cúrcuma, se bañan todas después y vuelven a casa, tirando la esterilla del lecho y otras cosas que hubiere en el cuarto. Los brahmanes rarhi de Bengala obligan a la muchacha en pubertad a vivir sola y no la permiten ver la cara de ningún hombre. Permanece tres días encerrada en un cuarto obscuro y sujeta a ciertas penitencias. Se le prohibe comer carne, pescado y golosinas; debe sustentarse de arroz y mantequilla fundida. Entre los tiyanos de Malabar hay la creencia de que una joven es impura durante cuatro días desde el comienzo de su primer menstruo; este tiempo tendrá que pasarlo en la parte norte de la casa, donde duerme sobre una esterilla de yerbas de una clase especial, en un cuarto adornado con guirnaldas de hojas tiernas de cocotero. Otra joven estará en su compañía y dormirá con ella, pero no puede tocar a ninguna otra persona, árbol o planta. Además, no debe ver el cielo y ¡ay de ella si llega a ver un cuervo o un gato! Su dieta debe ser estrictamente vegetariana, sin sal, tamarindos o chiles. Estará armada contra los malos espíritus con un cuchillo que colocan sobre el petate o sobre su persona.
En Camboya, una joven al llegar su pubertad debe quedar en la cama y bajo un mosquitero donde estará por cien días. Usualmente, sin embargo, se consideran bastantes cuatro, cinco, diez o veinte días y aun así, en un clima caluroso y bajo las mallas tupidas de las cortinas, es bastante penoso. Según otro relato, de una doncella camboyana en pubertad se dice que "entra en la sombra". Durante su retiro, el que según el rango y posición de la familia puede durar desde unos pocos días a varios años, tiene que cumplir con un gran número de preceptos tales como no ser vista por un hombre extraño, no comer carne o pescado y otros parecidos. No debe salir ni a la pagoda. Pero este estado de reclusión es suspendido durante los eclipses; en esos momentos sale fuera y hace sus oraciones al monstruo que se supone causa los eclipses cogiendo los cuerpos celestes entre sus dientes. Este permiso para romper su regla de confinamiento y salir durante un eclipse muestra cuan literalmente se interpreta el entredicho que prohibe a las doncellas mirar al sol cuando llegan a la madurez sexual.
Hay que suponer que una superstición tan extensamente difundida como ésta, ha dejado huellas en las leyendas y cuentos populares. Y así ha sucedido. La antigua leyenda griega de Danae, que fue encerrada por su padre en una cámara subterránea o en una torre de bronce, pero que fue embarazada por Zeus, que llegó a ella en forma de lluvia de oro, quizá pertenece a esta clase de cuentos. Tiene su contrafigura en la leyenda que los kirguicios de Siberia cuentan de sus antepasados. Un kan tenía una hermosa hija encerrada en una casa obscura de hierro para que ningún hombre pudiera verla. Una anciana la cuidaba y cuando la niña llegó a ser mujer preguntó a la anciana: "¿Dónde vas con tanta frecuencia?" "Niña mía, dijo la vieja dama, allá fuera hay un mundo brillante y en ese mundo brillante viven tu padre y tu madre y también toda clase de gentes. Allí es donde voy". La doncella la dijo: "Madre buena, yo no lo diré a nadie, pero enséñame ese mundo brillante". De este modo, la mujer anciana sacó a la muchacha de la casa de hierro y cuando ella vio el mundo brillante se tambaleó y perdió el conocimiento; el ojo de Dios cayó sobre ella, dejándola embarazada. Su padre, encolerizado, la puso en un arcón de oro y la envió flotando sobre la anchura del mar (el oro encantado puede flotar en el país de las hadas). La lluvia de oro de la fábula griega y el ojo de Dios de la leyenda kirguicia probablemente representan los rayos del sol y el sol mismo. La idea de que las mujeres pueden ser fecundadas por el sol no es infrecuente en las leyendas y hay huellas de esta idea en las costumbres nupciales.
Saludos.
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