Conocí a Christian Hernández en 1998, en la facultad de humanidades, cuando ambos iniciamos la licenciatura en letras latinoamericanas. Los primeros días era como se describe en las páginas iniciales de “Moratoria”: en la escuela siempre creyeron que estaba loco. Era un muchacho embebido en sus propios pensamientos que miraba por turnos la pizarra y su cuaderno de notas; de vez en cuando emitía alguna opinión, casi siempre inteligente. Hacía aspavientos de las cosas que iba comprendiendo y se reía solo. No hablaba con nadie. Hasta que un día llegó corriendo hacia donde yo estaba y me gritó: “¿Tú eres Cecilia Juárez?” Pensé que después de 3 meses de clases sabía mi nombre y estaba emocionado, pero en realidad venía a mostrarme mi primer texto publicado, por esos años, en la revista universitaria El hocico del tlacuache. A partir de ese momento, Christian comenzó a integrarse a lo que serían las veladas literarias que hacíamos itinerar por las casas de nuestros padres, para desgracia de ellos.
Infancia es destino, porque destino es obsesión.
En Christian reconocí siempre el valor de la obsesión: los temas que le arrancaban la pleura en sus primeros años, persisten en la mente del actual treintañero. El amor de las niñas, que buscó agitado entre las páginas de García Márquez y el manga japonés, la máquina de baile, el fenómeno idol, el Altazor de Huidobro, Roman Jakobson, Gorostiza y la Muerte sin fin que lo fascinaba, esas alas rotas en esquirlas de aire, esa insolencia que prevalece en él y que le ha valido más bofetadas que abrazos.
Moratoria es, en muchos sentidos, el calce de sus circularidades, sus razonamientos peculiares, el receptáculo de las obsesiones que lo han llevado hasta el sitio del pensamiento desde el que ahora escribe este libro confesioficcional, pulido por la mitología personal y sus paradigmas y por ese crecimiento impuro de un sentido erótico bien torcido, como son todos en una secreta realidad. Página a página, Hernández va develando una especie de fantasía neurótica alimentada por el razonamiento, pero que no niega la cruz de su parroquia: igual aparece Cortázar que la cumbia de Arturo Jaimes y los cantantes; junto a Silvio Rodríguez, entra en escena Britney Spears. Y todo por el derecho al pop.
Más que de pedofilia, este texto trata sobre la fotografía que toma la conciencia de nuestra infancia y -por alguna clase de mecanismo kármico que desconocemos- queda fija en la conciencia adolescente y la cuasi adulta y, tal vez, finalmente de la conciencia adulta y anciana:
A lo largo de mi vida, he sido un niño. En mi tiempo libre he jugado a imitar el mundo adulto. No me arrepiento de haber salvaguardado mi alma
Siempre se quiere como se quiso la primera vez, muy en el fondo. Aprendimos a hacernos de los afectos y los juicios y las pérdidas de la misma manera que aprendimos a ir creciendo como si nos echaran a pedradas de la infancia y luego de la adolescencia y así hasta la muerte. Pero no significa que nuestra psique esté obligada a seguirnos por esos vericuetos de la madurez social en los que vamos trastabillando para terminar una carrera, conseguir un trabajo, una pareja, un auto, una reputación, una familia como dicta la heteronorma.
A veces, como pasa en Moratoria, nuestra psique se queda contemplando el lago nítido de nuestra infancia, mientras nosotros, desde otras latitudes orgánicas debemos seguir avanzando. Sólo esa fotografía quedó fija y se filtró hacia todos los presentes que fueron pasados y los que serán presentes cuando ocurran en el futuro. Tenemos un tiempo compensatorio, podemos tardarnos un poco más delante de nuestro propio espejo, tratando de dilucidar qué cosas perdimos en ese parque oscuro de la infancia. Qué cosas que extrañamos y buscamos hasta la fecha, como el primerísimo amor o el sabor de las primeras veces para todo lo que hemos probado.
Termino con una pregunta del poema Rewind. Una pregunta que todo mundo debería hacerse y, sobre todo, debería poder contestarse:
¿Hemos crecido para bien, como el bambú?/ ¿o somos hierba silvestre enraizada entre las piedras?
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