martes, 1 de noviembre de 2022

Carta póstuma para fantasmas benévolos


«Ella era la vida, nada más que la vida, y la violencia.»
Annie Ernaux.


I

Leo a la más reciente premio Nobel. Tirado en cama, desde el celular, con las luces apagadas. Sin lentes. El cuarto frío y a oscuras. Encuentro que la autora ha escrito una novela sobre el Alzheimer y la muerte de su madre. Obra maestra para desmontar el temor y el asco por la vejez, la mierda y el orín. Diario personal con final ya anunciado.
Leyendo a la autora me doy cuenta de que el drama de cuidar a los más viejos trasciende las fronteras. No importa si estamos en Francia o en México, la senectud pesa más en la familia.
—¡Mamá! ¡Mamá!
—No soy tu mamá, ¡soy tu hija!
Mujeres condenadas por su género a cuidar: al final, a los ancianos. Levantarlos de la cama, limpiar sus mierdas, darles de comer, aplicarles medicamentos...
—Ayer fue lunes y la inyección de insulina le tocó en el brazo izquierdo… Hoy es martes... le toca en el derecho.
Trabajo doméstico que no se retribuye. Tema de Tesis para las feministas.
La autora francesa se debate entre abandonar a su madre en un asilo o dejar su carrera como profesora. Prefiere seguir corrigiendo y calificando exámenes.
En todo esto, me parece, hay un duelo inconsciente no resuelto: el no aceptar que nuestros padres no son omnipotentes; el no aceptar que nosotros también somos viejos. Nueva ropa y maquillaje para ocultar la edad, el desgate del cuerpo, las articulaciones que no sirven, el cuero que cuelga del rostro.
—Ponte bien la crema en la cara, mamá. En la cara. ¡En la cara!
Experiencias que la gente preferiría no vivir. Que prefiere no vivir. Juicio moral que acontece en la intimidad, alejado de todos los ojos ajenos, completamente en silencio.

II

En septiembre, murió mi abuela Agustina. Al final de sus días, todo mundo la conocía como Catita. La historia del cambio de nombre es muy curiosa: Mi abuela era diabética. Y después de perder a sus hermanos menores, se puso mal. (Yo le di la noticia de la muerte de mi Tío Chayo y la vi llorar como nunca). El azúcar le llegó hasta el cerebro. Cayó en coma. Los infartos cerebrales la mandaron al hospital. Ahí quedó internada por más de un mes. Como no tenía IMSS, ni ISSSTE, ni Seguro Popular, mi familia optó por internarla en el Nicolás San Juan (un hospital público a cargo del Gobierno del Estado de México). Para darla de alta, tenían que tramitarle su pase de salida. Pero mi mamá no encontraba ni su INAPAM, ni su INE, ni su acta de nacimiento. Cuando mi abuela era niña, no existía el Registro Civil en Metepec. No fue sino hasta que, ya de adulta, mi abuela hizo su trámite por su propia voluntad y hasta obtuvo su CURP. Pero no teníamos el registro de ninguno de aquellos documentos. Mi abuela, como tantas personas en México, carecía de personalidad jurídica. Mi mamá, desesperada, volteó su clóset tratando de encontrar algún indicio. Pero no fue sino hasta que notó que el cuadro del Sagrado Corazón de Jesús que colgaba en la cabecera de su cama estaba chueco, cuando al acomodarlo, encontró su fe de bautizo:
«El 28 de mayo de 1924 ha sido bautizada en esta Parroquia una niña a quien se le puso por nombre Catalina Agustina»
Más que un cambio fue una rectificación de nombre.

III

En septiembre, murió mi abuela Agustina. Un mes después, mi abuela Pili. “Ya están en el cielo las comadritas”, me dijo alguien en el velorio de la última. Y era cierto porque mi abuela Pilar casi no tuvo amigas. Fue mi mamá (su nuera) quien la invitó a salir y participar en los viajes que organizaba el Club de la tercera edad del DIF a destinos como Boca del Río o Papaloapan o San Juan de Los Lagos o Zacatecas. Y en tales excursiones, mis abuelas se hicieron amigas. Cada vez fue más notorio. Por ejemplo, cuando en las reuniones familiares en las que coincidían se sentaban aparte a conversar por horas sobre los temas que compartían. Nunca esperé que mi abuela Pilar fuera a sufrir tanto con la pérdida de mi abuela Agustina. A veces duele mucho perder a una amiga.

IV

En septiembre, murió mi abuela Agustina. Y se supone que yo debería escribir de ello. Pero la verdad es que me dolió más la pérdida de mi abuelo Jesús. Porque fue el único abuelo varón con el que conté en mi infancia. Porque su desgate corporal e intelectual vino demasiado rápido. Porque, además de mi padre, era alguien con quien podía compartir mis aventuras en Japón. Y cada vez que yo regresaba de aquel país, admiraba con fervor las fotografías que tomaba para él de templos, jardines zen, edificios modernos, autopistas... Me dolió porque su pérdida simbolizaba el inicio del fin de la dinastía Hernández-López. Me dolió porque iba a perder a la única persona en este mundo que dejaba que me pendejeara.
Mi abuelo falleció a mediodía. Pero no pude (no me atreví) a visitar su cadáver. Mi madre casi me obligó a subirme al auto familiar para darle el final adiós. En su cama, la cama del lecho matrimonial que habían compartido tantos años, yacía mi abuelo: completamente clavo, ojos cerrados, las manos entrelazadas a la altura de su pecho. Y yo tomé sus manos y le susurré al oído:
—No te preocupes, abuelo. Puedes irte en paz. Seremos los hombres buenos y responsables que tú criaste.
Y el cadáver suspiró. O al menos pareció un suspiro. Y mi Tía Teresa salió corriendo del cuarto, llorando. Y mi madre volteó a verme, con los ojos llorosos, como diciéndome “ves, te estaba esperando para despedirse”.
Mi abuelo Jesús y su Alzheimer. Nunca olvidaré que en la noche obscura que se le vino, yo fui el único de sus nietos al que siempre recordó por su nombre: Christian.

V

En septiembre, murió mi abuela. Y se supone que yo debería escribir sobre ello. Poner en papel algo bonito. Como lo que publiqué en Facebook un día después de su fallecimiento:


Acompañado de una foto de cuando yo era bebé: ella cargándome, sonriente sin mostrar los dientes, orgullosa de mí. Fui su primer nieto. Y desde siempre el consentido. Pero su toxicidad me hizo también ser quien soy: egoísta, petulante y presumido. Pasé de ser un niño inseguro y asustadizo a un adolescente temerario que no medía las consecuencias. Y todo mundo cree aún que es debido a mi madre. No. Ella no. Era a mi abuela la que me crio.

VI

Debería escribir algo bonito sobre mi abuela. Pero no. Prefiero contar cómo corría a mis amigos de la casa: porque se comían toda la fruta, porque metían lodo en los zapatos, porque se gastaban el papel del baño... Nunca pude tener novia de mi edad porque a todas las niñas (y adolescentes) a las que llevé me las corrió. Excepto a una (o, mas bien, a dos). No tengo culpa ni rencor ni odio. Ya no. Fueron otros tiempos y otras condiciones. Antes de morir, pude darle lo que quise en vida. Se sentaba a comer conmigo y con mi esposa todas las tardes. Y no renegaba de la comida que le daba. Todavía me leyó. En una caja de zapatos encontramos unas impresiones de desecho de mi primer poemario no publicado: Surada (1999). Todavía me vio feliz, abrazando a mi hija recién nacida. Mi hija le decía “Gatita”. Que en paz descanses, Catita.


Publicado también en Viceversa noticias.


Saludos.