Desde El invencible verano de Liliana (2021), ganadora del Premio Xavier Villaurrutia 2022:
Cuando arribamos a Toluca habíamos atravesado una buena parte del territorio nacional, del noreste hasta el centro, pero poco nos había preparado para el talante frío y la jerarquía cerrada de una ciudad industrial que se medía a sí misma únicamente en términos de bienes materiales o de ingresos. Nos quejamos de Toluca por años enteros: su clima, su aburrimiento, su estrechez de miras, su mediocridad. Toluca, que quiere decir desafortunadamente. Aunque adorábamos sus nubes y no dejábamos pasar mucho tiempo sin visitar el cráter del volcán, nos resistimos a Toluca día tras día, palmo a palmo. Milimétricamente. Metódicamente. Guerra ejemplar. Era claro que íbamos de paso, sobre todo las dos hijas. A no ser por las clases de natación, poco podía ofrecer a dos chicas que iban a llegar lejos esa ciudad conservadora, en exceso sedentaria, cuya misoginia se dejaba ver en las muy reglamentadas relaciones entre hombres y mujeres. Yo, que tenía diez años en el momento del arribo, escapé tan pronto como pude sin hacer amigos, evitando a toda costa echar raíces; pero Liliana vivió ahí su infancia y su adolescencia. Liliana creció bajo el amparo de ese cielo enojosamente azul.
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Después de tres años en una secundaria en una zona más bien establecida de Toluca, Liliana acababa de entrar a la Preparatoria No. 5 Ángel María Garibay, que se encontraba en una de las orillas de la ciudad sobre terrenos que no hacía tanto se dedicaban a la agricultura y la crianza de animales. Lomas y llanos verdes en el verano seguido del lustre dorado de los campos después de las cosechas. Un ciclo de color. Esa era la escuela pública que le correspondía al nuevo domicilio de la familia, en una zona de reciente urbanización en las afueras de Metepec, un pueblo de tradición alfarera que poco podía hacer contra el asedio creciente de las inmobiliarias. Azuzados por el éxito del Residencial San Carlos, un novedoso concepto que congregaba por igual a políticos, empresarios y narcotraficantes en selectas casonas rodeadas de muros, los agentes de bienes raíces ofrecían terrenos a complejos habitacionales para las nacientes clases medias. Sin otra regulación de por medio más que la especulación y ganancia, Metepec se fue convirtiendo a mediados de los ochenta en esa zona liminal entre el desarrollo agrícola y el despliegue citadino que se notaba claramente en la composición del estudiantado de la Prepa 5: hijos de campesinos y negociantes, muchachos con cierto poder económico, pero sin linaje, o trabajadores de campo, todos asistían por igual a un campus que, con frecuencia, compartía su espacio con vacas y borregos. Liliana estaba entonces por cumplir 15 años.
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La pelea más grande que tuvimos fue acerca del amor. La fecha es incierta, pero el sitio irrumpe con nitidez en la memoria: ahí estamos, Liliana y yo dentro de un auto estacionado frente al Mercado Morelos. Es Toluca otra vez. Toluca, que significa lluvia gris, que significa aves tristísimas, que significa desgraciadamente. Toluca y su maldito cielo azul. Debe ser un día de invierno porque la luz, clara, muy fina, recorta las sombras de los árboles con mucha exactitud sobre las banquetas. Mi madre se ha bajado del coche para comprar algo y yo, que acabo de tener una desavenencia con ella, me remuevo sobre el asiento del copiloto con los puños cerrados. La odio, digo. Entre dientes. La odio. ¿Cómo es que, en mi memoria, Liliana aparece en el piso del auto, junto a los pedales del freno y del acelerador? No lo sé. Lo que sí sé, lo que sí recuerdo claramente, es lo que dice entonces, con mucha calma: es que tú no sabes amar. La frase me toma por sorpresa. He pensado mucho sobre el amor en esos días. Desde que entré a la Universidad, no hago otra cosa más que pensar en la lucha de clases y en el amor. El amor me estorba, me saca de quicio, me sofoca. Cuando las amigas cuentan embelesadas sus historias de amor, yo sólo alcanzo a distinguir sometimiento, falta de libertad, fracasos profesionales. Muchas dicen que quieren viajar, conocer el mundo, hacer cosas importantes, pero acaban enamorándose y, después, embarazándose, y pronto todo queda atrás. Pronto ellas quedan atrás de sí mismas. Alguien debe parar al amor. Alguien debe delatarlo.
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Ángel no entraba a casa porque nadie que no formara parte de la soberana república de cuatro entraba en ella. Era menos una cosa moralista y más la confirmación cotidiana de un hecho: somos cuatro. Seremos cuatro. Pero todos lo veíamos llegar en su bicicleta de carreras o en un viejo auto Renault remodelado que la memoria a veces me lo trae de color rojo y, a veces, de color negro. Y lo veíamos esperar afuera, pacientemente, amorosamente, ya cerca del pequeño jardín de la casa o en el parque que iniciaba al cruzar la calle y que incluía un par de canchas de básquetbol. Nos burlábamos de él con poco recato. Le decíamos: ya llegó tu chofer, cuando se aparecía su coche en nuestra calle. Le decíamos: mándalo por algo de pan, que haga algunos mandados. A Liliana la entretenía y la enojaba nuestra actitud, pero igual no dejaba de sonreír. No sean así, compórtense, por favor, decía sin mucha convicción. Las pocas veces que lo escuché hablar me quedó claro que tenía un problema de dicción porque arrastraba las erres más de lo debido. Eso, o era un idiota. Eso, o traía entre los dientes los frenos con que los dentistas tratan de mejorar la sonrisa. Eso, o era niño mimado. Me pareció un muchacho absolutamente anodino, que era lo que esperaba de todo muchacho de Toluca. Era un güero en una tierra de morenos, lo que le daba una cierta ventaja. Podía parecer un tipo guapo, de apariencia fuerte, con los hombros y los brazos adiestrados en gimnasios. Chamarra de cuero. Camisetas ajustadas al torso. Tenía la pinta de ser un chico malo. Era, en todo caso, un joven que trabajaba ya en la refaccionaria La Lupita, que tenía la familia en el número 2006 de la calle Pino Suárez Sur, en la colonia Juárez. Una avenida populosa. Liliana y Ángel se llevaban sólo dos años de edad, pero vivían en mundos completamente distintos. A Liliana debió interesarle esa cierta aura de autonomía y peligro que despedía a su paso.
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Guapos y arriesgados, Liliana y Ángel pronto se convirtieron en la parejita del momento. Inusuales. La imagen: la chica alta e inteligente tomada de la mano del chico varonil que manejaba ruidosas motocicletas, pasando la tarde en las orillas del campus mientras fumaban cigarrillos y tomaban unos tragos de cerveza. Ella debió haberse sentido especial. El debió haberse sentido realizado. ¿Había, a su alrededor, a nuestro alrededor, el lenguaje que le permitiera identificar y reconocer la cara del peligro? En aquel 14 de febrero de 1987 nadie pensaba, mucho menos expresaba abiertamente, la violencia entre novios adolescentes.
Saludos.